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Avenida oeste

Por Roger Aguilar Mendieta

 

Con motivo de un  trabajo de la universidad me puse a revisar algunos textos y de paso a desempolvarlos. Revisar cada uno era como revisar mi propia historia. Mi matemático Coveñas Naquiche de secundaria que jamás acabé de resolver sus ejercicios  prácticos. El Huerto De Mi Amada cuando empezó mi aventura en la universidad, El Amor en Tiempos de Cólera, que llegó a mí a través de una amiga que ya dejó la carrera. Tradiciones Peruanas que me hizo ver que la historia no necesariamente es aburrida y meras fechas. No. etc. Sin embargo hubo un  texto que terminó  por volverme a cautivar, no quiero decir que los anteriores no lo hayan hecho. No. Si no que éste en particular tenía y tiene un misterio. Un enigma que en su momento jamás lo descubrí, quizás sin meras hipótesis. Siempre fue un nudo de giordano que no pude desatar. La historia empieza así:

 

El hombre abrió el grifo del agua en la cocina y lavó el cuchillo.

El ruido fresco del charco le hizo levantar la mirada. Por la ventana que tenía en frente vio que el viento de septiembre, el primero de otoño, estremecía el follaje tierno del árbol de la avenida.

Lavó en seguida las papas una a una. Eran enormes, pesadas, aunque de un  color más claro y sereno.

Cuando empezaba a pelarlas, despacio, cuidando de manejar el cuchillo con precisión, el niño entró en la cocina.

 

-          ¿Qué vas a cocinar? Preguntó y se quedó esperando la respuesta.

 

¿Qué tiene de genial esta narración? Sin pecar de angurriento con nadie, menos con Julio Ortega que es el autor, creo que nada. Cualquier hombre podría escribir un inicio similar. Hasta mejor. No obstante, este inicio tan casero y doméstico repito: siempre me cautivó.

 

Papá era un buen tipo, no se confunda con santo. Le gustaba decir chuñalada cuando le sorprendía un recuerdo de algo que había olvidado hacer. Conversaba con el gato y una perra que teníamos llamada calata, y no porque estuviera loco, si no porque eran compañeras de su exilio -en este caso entiéndase exilio al hecho de que se quedó solo, mamá lo dejó llevándome con ella-. Supongo que en la soledad aprendió a llenarlas con sus mascotas. Quizá pensó que  todos se van mientras que éstas no. Sin embargo caer sólo en esta afirmación sería sesgar a papá ya que al estar yo con él -unos años más adelante- o con sus amigos en casa, igual trataba que calata también participase de la reunión. Es más, sus amigos, también exiliados, aprendieron a querer a calata. Si la veían por la calle como una perra callejera tratando de revolver la basura que algún vecino dejara a la deriva le gritaban y la traían a casa. O si no, de repente llegaban con comida para la perra.

 

Papá además pensaba mucho. Y sabía cocinar. El arroz, por ejemplo, lo aderezaba, pero no le agregaba las medidas de agua correspondiente, sino que primero echaba el arroz para tostarlos, luego recién echaba el agua que había hecho hervir previamente en la vieja tetera que tenía desde su soltería. A esto se suma que aparte del clásico ajos, al momento de aderezar también echaba zanahoria en cuadraditos. A veces papas en la misma forma. O hasta tomate. Era cuestión de verlo ahí en la surge de kerosén. Bombeándola. Cogiendo su cuchara. Revolviendo todas esas verduras. Echando la sal. Probándola. Falta que se fría más. Volvía a revolver. Y diciéndome: debes de aprender a cocinar para que cuando estés sólo no sufras de hambre.

 

Avenida oeste es un viejo cuento de 1981: Con él Ortega ganó el premio COPE de narrativa. La edición que tengo a la mano es de 1999 y está insertada en la Antología del Cuento Chimbotano del Último Navegante del también escritor Gonzalo Pantigoso. Avenida es la historia de un padre autoexiliado -él sí de veras está en EE.UU pero es de Perú- que ante la partida de su mujer -se va de visita a sus padres- se queda con el mayor de sus hijos a quien deberá de cocinarle. Es en plena jornada culinaria de mezcla de sibaritas y pimientas y desde luego pelando papas que  descubre a su propio padre y se descubre a si mismo. Descubre a su padre, pues éste en su tiempo cocinaba para él. Se descubre así mismo, porque en su hijo se ve tal como era de niño. O sea no quería comer la comida. Incluso, hubo una ocasión donde desairó el plato que le había preparado su papá y éste le miro con un rostro benigno como diciéndole: Cuando tengas tus hijos vas a ver que te van a hacer lo mismo. Y efectivamente eso parece hoy pretender el mayor de sus hijos.

 

No sé en qué librerías puedan encontrar este cuento. El único que se me viene a la mente es Río Santa Editores que está en Olaya 820 -yara con el cherry-. Si tienen tiempo, y desde luego un par de monedas, dense una vuelta por ahí. Hasta quién sabe y Jaime Guzmán condescienda con uds. y les deje sacar una fotocopia sólo de ese texto.

 

 

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